EL ENSAYO
“LA
VIDA DERRAMADA ”
Fragmento 1
Una rata almizclera, Ondatra
Zibethica Zibethica (Linneo, 1766), cayó en nuestro estanque. El pozo
estaba vacío, a excepción de un pequeño charco formado por el deshielo
invernal. Trataba de abrigar su piel
parda contra un rincón, mientras me miraba con sus ojos salvajes y asustados, y
su cola desnuda y enlodada permanecía quieta.
Antes de que pudiera encontrar un instrumento apropiado para sacarla de
allí, un vecino que pasaba (poco familiarizado con los roedores seguramente)
concluyó que se trataba de una rata gigante, tan sanguinaria como un tigre y
tan infecciosa como una plaga hospitalaria.
Tornó a casa por su escopeta y disparó sobre el animal hasta reducirlo a
un bulto amorfo $del que sólo se distinguían las patas traseras y los dientes
pelados. Había sangre en las paredes y
en el fondo del estanque; aquel bulto
era una masa sanguinolenta, y el charco se había convertido en un pequeño mar
rojo. La cacería había terminado y yo tenía que afrontar las
consecuencias. El género humano se
divide en cazadores y… aquellos que tienen que pagar los platos rotos.
Sepulté el cadáver del intruso bajo los abetos del jardín y
limpié con un trapo la pista de
tiro. Puesto que el estanque carecía de
drenaje, la limpieza se convirtió en un ejercicio de persecución de la sangre,
tan emocionante como escuchar la
Sinfonía del adiós, de Haydn, con la aguja
quieta en el mismo surco. De modo que me
puse a reflexionar acerca de la sangre. (…).
Fragmento 2
(…) la sangre no consistía sólo en esa materia desagradable que, en
condiciones normales, permanecía dentro de la rata; era también su secreto de
vida vertido hacia fuera. De hecho,
aquel charco de sangre era el vestigio de un antiguo mar silúrico, que se
convirtió en un medio ambiente interno cuando surgió la vida. Este medio ha cambiado sus concentraciones de
iones, sus presiones osmóticas y su composición de sales, pero el antiguo
metabolismo se ha conservado sin mucha alteración.
La rata había sido lanzada a tierra de cualquier modo desde su mar
interior. Millones de glóbulos rojos se
coagulaban y desintegraban, al tiempo que las moléculas de hemoglobina eran
capaces de discernir cómo y dónde transferir sus cuatro moléculas de oxígeno.
Los corpúsculos sanguíneos eran atrapados en delicadas y enormes redes
de fibrinógeno, proceso estimulado por la trombina, producida a su vez por la
protombina. En presencia de iones de
calcio, fosfolípidos de las plaquetas y tromboplastina, tenía lugar una larga secuencia
de fenómenos, por medio de los cuales las arterias destruidas trataban de
detener la hemorragia, pues era dañina para la rata (a pesar de que esto ya no
importaba). En el suero que cubría las células sanguíneas aún vibraban y se
extinguían poco a poco los signos vitales de la rata: instrucciones de la
glándula pituitaria para el hígado y las adrenales, de la tiroides para todas
las células, de las adrenales para los azúcares y las sales(…)
Fragmento 3
(…) entre la maraña de proteínas en desintegración, había glóbulos
blancos, vivos, tan vivos como las células que vemos a través de un
microscopio, o como el tejido celular obtenido a partir de una morcilla en un
laboratorio de Cambridge (y no hay que olvidar que la morcilla ha pasado por un
proceso lento y difícil). Millones y
millones de glóbulos blancos naufragaban en ese breve océano que se enfriaba,
en el cemento, en el trapo, en la exprimida piel de la rata. Confundidos por la desacostumbrada
temperatura y la concentración de sales, carentes de signos adecuados y sin el
palpitar del endotelio vascular, permanecían, pese a todo, vivos y a la
búsqueda de lo que estaban destinados a buscar.
Los linfocitos T usaban sus receptores para diferenciar los indicadores
propios de la rata de los cuerpos ajenos.
Los linfocitos B hacían uso de sus moléculas anticuerpos para agarrar
aquello que la rata había aprendido acerca del mundo exterior en el decurso de
su evolución. Las células plasmáticas
verían anticuerpos por doquier. Los
fagocitos reptaban como amebas en el fondo del estanque y liberaban gránulos
digestivos en un intento fallido por devorar esa inabarcable superficie. Y aquí y allá, una célula mustia se dividía
para dar origen a dos nuevas células, las últimas a que daría origen.
A pesar de las pérdidas considerables, estas inagotables tropas de
defensa continuaban protegiendo la rata contra la arena, el cemento, el yeso,
el algodón y la hierba. A nombre de una
identidad ya sepultada bajo los abetos, libraban lo que sería su última
batalla. (…)
Fragmento 4
La vida multicelular es compleja; la muerte celular también. Lo que se conoce como la muerte del
individuo, y que se define como el cese de la actividad del corazón (o la
pérdida de las funciones cerebrales, para decirlo con más precisión), no
significa la muerte del sistema que resguarda y asegura su individualidad. Debido a las células de este sistema (los
fagocitos y los linfocitos), la rata estaba aún, en cierto sentido, correteando
por el estanque en busca de sí misma.
Cabría también mencionar la posibilidad de que se eligiera uno de
tales linfocitos y se pusiera en contacto con ciertos virus o sustancias
químicas para unirlo con una célula,
inclusive de otra especie, con lo que perdería parte de su información y
adquiriría una nueva para dar paso a un híbrido. Así, podría sobrevivir en un cultivo de
tejidos.
También, se podría mencionar la posibilidad teórica de que el núcleo
de una célula pudiera introducirse en una célula huevo de la misma
especie, cuyo núcleo hubiera sido
removido y, una vez implantada en el útero de una madre sustituta, la célula
huevo produjera un descendiente nuevo, con la información genética del núcleo
que se insertó.
La simple sangre derramada muestra que no ocurre una sola muerte, sino
un cúmulo de pequeñas muertes de diversos grados e importancias. (…)
Fragmento 5
La simple sangre derramada muestra que no ocurre una sola muerte, sino
un cúmulo de pequeñas muertes de diversos grados e importancias. La oscura escena del final es tan especial y
prolongada como la oscura escena del principio, cuando una célula macho y otra
hembra comienzan ese proceso de divisiones y de diferenciaciones hacia células
y tejidos, la activación de cierta información hereditaria y la represión de
otra, los millones de orígenes y finales, de llegadas y partidas.
En cierto modo tenía razón William Harvey cuando dijo que la sangre
era el más importante de los cuatro elementos griegos que componían el alma y
el cuerpo. En 1651, escribió: “Nuestra
conclusión es que la sangre vive por sí misma y que no depende en modo alguno
de ninguna otra parte del cuerpo. La
sangre no es sólo la causa de la vida en general, sino también de la mayor o
menor magnitud de la misma, del dormir y del despertar, del genio, de la
aptitud, de la fortaleza. Es lo primero
en vivir y lo último que muere”.
Mientras exprimo el trapo, pienso que la sangre encontrará su camino.
(…)
Fragmento 6
El color de la sangre es lo que hace la muerte tan terrible. De ahí que los seres humanos y otras
criaturas tengan miedo de la sangre derramada (a menos que posean algún
parentesco con tiburones, hienas o lobos). Se trata de un miedo que impide
mayor violencia ahí donde la simple inmovilidad, la timidez o la exanimidad no
lo pueden. Se trata del mismo miedo que impide reconocer vida en una fotografía
de un asesinato o de una matanza. La reacción humana ante el color de la sangre
es un reflejo fiel de la realidad microscópica, la letal avalancha que con
tanta decencia provocamos con el tiro final en el lugar preciso. Ocurre un extraordinario número de sucesos finales
en la muerte de cualquiera, aun en la de una rata almizclera. Y aunque haya ahí algún minúsculo fragmento
de espíritu, no existe ningún asomo de salvación.
Se afirma que no podemos ver el interior de la sangre. Yo creo que es posible, pero sólo si lo
hacemos por mediación del terror instintivo.
Suerte que uno no se entera de los combates que ocurren en el mundo
microscópico; suerte que las sinfonías moleculares del adiós sean tan
silenciosas; suerte de los cazadores que no están obligados a limpiar los
restos de la matanza. (…)