miércoles, 22 de febrero de 2012

El Ensayo

EL ENSAYO
LA VIDA DERRAMADA
Fragmento 1
Una rata almizclera, Ondatra Zibethica Zibethica (Linneo, 1766), cayó en nuestro estanque. El pozo estaba vacío, a excepción de un pequeño charco formado por el deshielo invernal.  Trataba de abrigar su piel parda contra un rincón, mientras me miraba con sus ojos salvajes y asustados, y su cola desnuda y enlodada permanecía quieta.  Antes de que pudiera encontrar un instrumento apropiado para sacarla de allí, un vecino que pasaba (poco familiarizado con los roedores seguramente) concluyó que se trataba de una rata gigante, tan sanguinaria como un tigre y tan infecciosa como una plaga hospitalaria.  Tornó a casa por su escopeta y disparó sobre el animal hasta reducirlo a un bulto amorfo $del que sólo se distinguían las patas traseras y los dientes pelados.  Había sangre en las paredes y en el fondo del estanque;  aquel bulto era una masa sanguinolenta, y el charco se había convertido en un pequeño mar rojo. La cacería había terminado y yo tenía que afrontar las consecuencias.  El género humano se divide en cazadores y… aquellos que tienen que pagar los platos rotos. 
Sepulté el cadáver del intruso bajo los abetos del jardín y limpié  con un trapo la pista de tiro.  Puesto que el estanque carecía de drenaje, la limpieza se convirtió en un ejercicio de persecución de la sangre, tan emocionante como escuchar la Sinfonía del adiós, de Haydn, con la aguja quieta en el mismo surco.  De modo que me puse a reflexionar acerca de la sangre. (…).

Fragmento 2
(…) la sangre no consistía sólo en esa materia desagradable que, en condiciones normales, permanecía dentro de la rata; era también su secreto de vida vertido hacia fuera.  De hecho, aquel charco de sangre era el vestigio de un antiguo mar silúrico, que se convirtió en un medio ambiente interno cuando surgió la vida.  Este medio ha cambiado sus concentraciones de iones, sus presiones osmóticas y su composición de sales, pero el antiguo metabolismo se ha conservado sin mucha alteración.
La rata había sido lanzada a tierra de cualquier modo desde su mar interior.  Millones de glóbulos rojos se coagulaban y desintegraban, al tiempo que las moléculas de hemoglobina eran capaces de discernir cómo y dónde transferir sus cuatro moléculas de oxígeno.
Los corpúsculos sanguíneos eran atrapados en delicadas y enormes redes de fibrinógeno, proceso estimulado por la trombina, producida a su vez por la protombina.  En presencia de iones de calcio, fosfolípidos de las plaquetas y tromboplastina, tenía lugar una larga secuencia de fenómenos, por medio de los cuales las arterias destruidas trataban de detener la hemorragia, pues era dañina para la rata (a pesar de que esto ya no importaba). En el suero que cubría las células sanguíneas aún vibraban y se extinguían poco a poco los signos vitales de la rata: instrucciones de la glándula pituitaria para el hígado y las adrenales, de la tiroides para todas las células, de las adrenales para los azúcares y las sales(…)

Fragmento 3
(…) entre la maraña de proteínas en desintegración, había glóbulos blancos, vivos, tan vivos como las células que vemos a través de un microscopio, o como el tejido celular obtenido a partir de una morcilla en un laboratorio de Cambridge (y no hay que olvidar que la morcilla ha pasado por un proceso lento y difícil).  Millones y millones de glóbulos blancos naufragaban en ese breve océano que se enfriaba, en el cemento, en el trapo, en la exprimida piel de la rata.  Confundidos por la desacostumbrada temperatura y la concentración de sales, carentes de signos adecuados y sin el palpitar del endotelio vascular, permanecían, pese a todo, vivos y a la búsqueda de lo que estaban destinados a buscar.  Los linfocitos T usaban sus receptores para diferenciar los indicadores propios de la rata de los cuerpos ajenos.  Los linfocitos B hacían uso de sus moléculas anticuerpos para agarrar aquello que la rata había aprendido acerca del mundo exterior en el decurso de su evolución.  Las células plasmáticas verían anticuerpos por doquier.  Los fagocitos reptaban como amebas en el fondo del estanque y liberaban gránulos digestivos en un intento fallido por devorar esa inabarcable superficie.  Y aquí y allá, una célula mustia se dividía para dar origen a dos nuevas células, las últimas a que daría origen.

A pesar de las pérdidas considerables, estas inagotables tropas de defensa continuaban protegiendo la rata contra la arena, el cemento, el yeso, el algodón y la hierba.  A nombre de una identidad ya sepultada bajo los abetos, libraban lo que sería su última batalla. (…)

Fragmento 4
La vida multicelular es compleja; la muerte celular también.  Lo que se conoce como la muerte del individuo, y que se define como el cese de la actividad del corazón (o la pérdida de las funciones cerebrales, para decirlo con más precisión), no significa la muerte del sistema que resguarda y asegura su individualidad.  Debido a las células de este sistema (los fagocitos y los linfocitos), la rata estaba aún, en cierto sentido, correteando por el estanque en busca de sí misma.

Cabría también mencionar la posibilidad de que se eligiera uno de tales linfocitos y se pusiera en contacto con ciertos virus o sustancias químicas para unirlo con una célula,  inclusive de otra especie, con lo que perdería parte de su información y adquiriría una nueva para dar paso a un híbrido.  Así, podría sobrevivir en un cultivo de tejidos.

También, se podría mencionar la posibilidad teórica de que el núcleo de una célula pudiera introducirse en una célula huevo de la misma especie,  cuyo núcleo hubiera sido removido y, una vez implantada en el útero de una madre sustituta, la célula huevo produjera un descendiente nuevo, con la información genética del núcleo que se insertó.

La simple sangre derramada muestra que no ocurre una sola muerte, sino un cúmulo de pequeñas muertes de diversos grados e importancias. (…)

Fragmento 5
La simple sangre derramada muestra que no ocurre una sola muerte, sino un cúmulo de pequeñas muertes de diversos grados e importancias.  La oscura escena del final es tan especial y prolongada como la oscura escena del principio, cuando una célula macho y otra hembra comienzan ese proceso de divisiones y de diferenciaciones hacia células y tejidos, la activación de cierta información hereditaria y la represión de otra, los millones de orígenes y finales, de llegadas y partidas.

En cierto modo tenía razón William Harvey cuando dijo que la sangre era el más importante de los cuatro elementos griegos que componían el alma y el cuerpo.  En 1651, escribió: “Nuestra conclusión es que la sangre vive por sí misma y que no depende en modo alguno de ninguna otra parte del cuerpo.  La sangre no es sólo la causa de la vida en general, sino también de la mayor o menor magnitud de la misma, del dormir y del despertar, del genio, de la aptitud, de la fortaleza.  Es lo primero en vivir y lo último que muere”.

Mientras exprimo el trapo, pienso que la sangre encontrará su camino. (…)

Fragmento 6
El color de la sangre es lo que hace la muerte tan terrible.  De ahí que los seres humanos y otras criaturas tengan miedo de la sangre derramada (a menos que posean algún parentesco con tiburones, hienas o lobos). Se trata de un miedo que impide mayor violencia ahí donde la simple inmovilidad, la timidez o la exanimidad no lo pueden. Se trata del mismo miedo que impide reconocer vida en una fotografía de un asesinato o de una matanza. La reacción humana ante el color de la sangre es un reflejo fiel de la realidad microscópica, la letal avalancha que con tanta decencia provocamos con el tiro final en el lugar preciso.  Ocurre un extraordinario número de sucesos finales en la muerte de cualquiera, aun en la de una rata almizclera.  Y aunque haya ahí algún minúsculo fragmento de espíritu, no existe ningún asomo de salvación.

Se afirma que no podemos ver el interior de la sangre.  Yo creo que es posible, pero sólo si lo hacemos por mediación del terror instintivo.

Suerte que uno no se entera de los combates que ocurren en el mundo microscópico; suerte que las sinfonías moleculares del adiós sean tan silenciosas; suerte de los cazadores que no están obligados a limpiar los restos de la matanza. (…)